La Escritura nos dice que Dios envió a Su Hijo al mundo, nacido en la carne como hombre, nacido bajo la Ley como uno de nosotros, para que por medio de él tengamos acceso al Padre, vivamos y seamos salvos. Tenemos que entender que Cristo, aun siendo Dios, no exigió privilegios, ni invocó para sí los derechos divinos que legítimamente poseía, ni siquiera usó los poderes ilimitados que tenía para sí. Él, manteniendo sólo su naturaleza e identidad divina, se revistió de nuestra naturaleza humana perfecta, con todas sus insuficiencias, dolores y limitaciones, pero en plena santidad, y en Él nunca hubo pecado. Vivió, interactuó y actuó en el mundo en las mismas condiciones a las que estamos sujetos nosotros, en total dependencia y obediencia al gobierno y poder de Dios Padre, esto debemos entenderlo. Se hizo hombre como nosotros, este es uno de los grandes misterios de la obra de salvación, aunque nunca tuvo pecado y nunca anuló su identidad y naturaleza divina. Y como Jesús era uno con el Padre, se convirtió en Emanuel, Dios revestido de nuestra humanidad viviendo Entre Nosotros, que fue visto, oído y tocado por muchos. Y estando en esta condición, estaba sujeto a todas las leyes y limitaciones a las que también están sujetos todos los hombres, excepto el pecado. No fue desleal, fue Verdadero y Justo: Nació de mujer, se desarrolló, creció, se relacionó con la gente, soñó, deseó, amó, sufrió, sirvió a los demás, obedeció a los padres, obedeció a las autoridades civiles, oró, escuchó la Palabra de Dios , sometido a la ordenanza universal del trabajo, sintió tristeza, padeció tinieblas, rebelión y odio en los corazones del mundo, fue sometido a hambre, sed, temperatura y agotamiento físico, fue apartado, rechazado, injuriado, blasfemado, burlado, escupido, despreciado, discriminado y juzgado indigno. Todos los dolores y tribulaciones que sufrimos, Él también los sufrió, ¡y en mayor medida que nosotros! Fue obediente, pero también aprendió la obediencia a través de las cosas que sufrió. Vivía en el temor de Dios. No dependía de sí mismo, ni usaba su propio poder. Era el último en ser atendido, el menos estimado y el servidor de todos los hombres, por causa de la justicia. Se sometió a la dependencia del Espíritu Santo y de la Palabra escrita, predicó la verdad, sanó a los enfermos, expulsó demonios, promovió la justicia, el juicio y la paz, iluminó al mundo, anunció y trasladó el Reino de los Cielos a la Tierra, entregando su vida como ofrenda a Dios para salvar al mundo de sus pecados, y resucitó eternamente victorioso, en poder y gloria, para que, habiendo vencido, fuéramos salvos y justificados ante Dios para siempre, según los justos requisitos de Su justa justicia. Fue obediente hasta la muerte. Esta es una vida perfecta, este es el ejemplo sublime de la obediencia. Jesús no se exaltó a sí mismo, sino que nos amó sin medida y dio absolutamente todo de sí mismo para que pudiéramos ser salvos y renacer en la santidad ante Dios Santo y Justo, para que pudiéramos vivir una vida nueva y regenerada, siguiendo a su bendito y eterno ejemplo de obediencia y de vida justa en este mundo y ante el Rostro de Dios.
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